Ya hace
tiempo habíamos hablado mi amiga y yo de ir a un viaje para descansar un poco
de la universidad. Entonces decidimos que nos iríamos dos semanas, nos
quedaríamos en una cabaña que se encontraba a muchos kilómetros de nuestro
pueblo. Ya estábamos de camino y mientras íbamos en el coche, el paisaje me
empezó a resultar extramente familiar. Mientras mi amiga conducía le dije
“nunca estuve aquí, pero sé que 2 km más abajo hay una casa”.
Seguimos
en camino un kilómetro y medio más y le dije a mi amiga que después de la
próxima curva llegaríamos a una pequeña población muy cercana a la carretera.
Le dije
que la casa era blanca, de dos pisos con unas escaleras a la entrada y un
pequeño jardín con siniestros árboles. Me acuerdo de que me sentaba allí en el
columpio, mientras mi abuela entraba en la casa para cogerme las botas, y
cuando llegó yo ya no estaba allí; no supieron nada de mí.
Cuando
estábamos llegando al pueblo, reconocí la casa cerrada y ruidosa pero ya no
estaba el columpio. Recorrimos el pueblo y al llegar a una pequeña y ondulada
colina me detuve y le pregunté a mi amiga:
“¿Ves
esa gran cruz que sobresale entre las demás?”
Mi amiga
me miraba con cara asustada; le dije:
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